QADES: MITO Y REALIDAD:
Los hititas, dueños de Anatolia y el norte de Sida, amenazaban el dominio
egipcio en el sur de esta última. Decidido a
expulsarlos, Ramsés II intervino en la región para conseguir la defección de los
príncipes sometidos a los hititas. El enfrentamiento, ya inevitable, tuvo lugar
frente a la ciudad fortificada de Qades, cuya importante posición estratégica
otorgaba el dominio de toda Siria a quien se adueñara de ella.
El ejército
egipcio contaba con 20.000 hombres repartidos en cuatro divisiones, que llevaban
cada una el nombre de un dios: Amón, Ra, Ptah y Set.
Ramsés II llegó hasta
las inmediaciones de Qades, a orillas del Orontes, conduciendo el ejército de
Amón, mientras las otras tres columnas permanecían en la retaguardia. El astuto
Muwattali aprovechó la situación para atacar. Rodeado y abandonado por sus
tropas, el faraón le habría rezado fervientemente al dios Amón, que le concedió
fuerza sobrehumana.
Cuando los 2.500 carros hititas se dieron a la fuga, Ramsés
II logró liberarse. Si bien la batalla se reanudó al día siguiente, ninguno de
los dos ejércitos obtuvo la victoria. El faraón renunció a Oadei y abandonó la
región.
LOS RAMBSIDAS, RESTAURADORES DEL PODERlO EGIPCIO: Durante el
apogeo de la XVIII dinastía (1552-1306 a.C.), el Imperio egipcio se extendía
desde el Éufrates, en Siria, hasta la cuarta catarata del Nilo, en Nubia; sin
embargo, empezó a decaer durante el reinado de Akenatón (1372-1354 a.C.).
Al descuidar
los asuntos exteriores para consagrarse a la exaltación del dios solar, Atón, el
místico faraón Akenatón permitió que los hititas, pueblo indoeuropeo proveniente
de Anatolia, se transformaran en una gran potencia.
El secreto
del nuevo poderío hitita estaba en las armas de hierro —mineral que abundaba en
Anatolia—, muy superiores a las de bronce de los reinos vecinos. Debilitada,
tanto por estos reveses militares como por el fracaso de la revolución religiosa
de Akenatón, la XVIII dinastía desapareció sin pena ni gloria (1306 a.C.).
Entonces, correspondió el turno a los guerreros, por lo que el último faraón de
la dinastía, Horenmheb, entregó el poder a su general Ramsés I. Aunque el
fundador de la XIX dinastía permaneció poco tiempo en el trono, su hijo Seti I
se mostró digno de la tarea. Desde los inicios de su reinado restableció la
dominación egipcia en Palestina y llegó hasta el Orontes.
Su hijo Ramsés II,
coronado faraón a los 25 años de edad (1290 a.C.), heredó un reino en pleno
renacimiento. No resulta extraño entonces que el «Hijo de Ra, amado de AmÓn»
emprendiera la conquista de Siria.
EL DUELO CON EL IMPERIO HITITA:
La victoria de Qades, una de sus primeras hazañas militares, llenó de gloria al
joven soberano, pero no cambió en nada el desenlace del conflicto. La guerra en
Asia se prolongó por quince años. Instigados por los hititas, los príncipes
vasallos de Palestina se sublevaron en numerosas ocasiones, por lo que el faraón
tuvo que sitiar varias ciudades en la región desértica del mar Muerto, antes de
lograr la sumisión de los reyes de la zona. Sólo entonces las inscripciones
de los templos pudieron proclamar las victorias de Ramsés II:
«la estrella de
las multitudes», «el toro de oro”, «el halcón dueño del cielo».
La consolidación
en Mesopotamia de una nueva potencia, Asiria, permitió finalmente llegar a un
acuerdo pacífico. Al instalarse en las riberas del Éufrates, se convirtió en una
amenaza para el reino hitita, cuyo rey, Hattusil III, hermano y sucesor de
Muwattali, opté por firmar un tratado de paz con Egipto (1270 a.C.). El texto
del tratado fue descubierto en las paredes de los templos egipcios, al igual que
en las tablillas de arcilla de la capital hitita, Bogazkóy; constituye el primer
tratado de la historia cuyo texto original todavía existe. Ambos estados
firmaron un pacto de no agresión, además de una alianza defensiva, y fijaron una
frontera común a la altura de Damasco, por lo que Siria meridional quedó en
territorio egipcio. Fue el inicio de cincuenta años de paz. Mientras Ramsés II y
Hattusil III intercambiaban cartas cordiales, los hititas le enviaban hierro al
faraón para sus ejércitos y mujeres para su harén. En dos ocasiones, éste
desposó princesas hititas, hijas de Hattusil III. El dios sol de Egipto y el
dios tormenta de los hititas fueron los protectores de estas uniones.
EL GRAN CONSTRUCTOR:
Durante su reinado de sesenta y siete años, Ramsés II también demostró ser uno
de los más grandes constructores del antiguo Egipto. Abandonó Tebas, en el Alto
Egipto, capital del reino durante doscientos cincuenta años, y edificó una nueva
capital, al este del delta, que bautizó como Pi-Ramsés, «el hogar de Ramsés».
Gracias a la construcción de numerosos canales, la ciudad se llenó de frondosos
jardines. Asimismo, siguió embelleciendo los templos de Tebas, Luxor y Karnak.
En Tebas,
situada en la ribera occidental del Nilo, mandó edificar su gigantesco templo
funerario, el Ramesseum. Más original resultó ser la construcción de una
verdadera red de monumentos que dividió Nubia (actual Sudán) en zonas,
aparentemente con el fin de arraigar el dominio egipcio. Los dos templos de Abú
Simbel constituían el conjunto más imponente. Excavados dentro del acantilado
igual que grutas, dominaban el valle del Nilo, desde una altura de 33 m. De
acuerdo con el culto, a cada soberano le correspondía una divinidad; el dios
Amén-Ra a Ramsés II en el primer templo (sur), y la diosa Hator a la reina
Nefertari, esposa preferida del faraón, en el segundo (norte). Cuatro colosos de
arenisca, de 20 m de altura, flanqueaban la puerta de entrada del templo sur.
Representaban a Ramsés II y su familia, y proclamaban la gloria de Egipto ante
los ojos de los nubios sometidos.
EL RESPLANDOR ETERNO DE UN REY SOL:
Las obras del constructor reflejaban los proyectos del político. Si bien el
traslado de la capital se debió a la ciudad de origen de la dinastía, Tanis, en
el delta, también existieron razones estratégicas. En efecto, Pi-Ramsés se
encontraba a las puertas de Asia y por lo tanto estaba mejor ubicada para
vigilar a los sirios. Además, el rey había logrado finalmente independizarse del
dero de Amén, que gozaba de mucho poder en Tebas. Sin dejar de lado la
supremacía de Amén, Ramsés II también promovió el culto de otros dioses, como Ra
y Ptah. La lógica sincrética de la época permitió asimilar a las tres
divinidades. Aunque los faraones se proclamaron siempre “Hijos de Ra", el
soberano insistió particularmente en sus lazos de sangre con el dios solar.
En los muros
de varios templos se podía contemplar la unión de su madre Tuya con el dios, y
la diosa nodriza Hator, amamantándolo. Por su esencia divina, este hijo de Ra
podía jactarse de ser un verdadero «rey-sol». Sin embargo, toda esta gloria
escondía un imperio frágil. Cuando el soberano falleció a los 90 años de edad
(1224 a.C.), Egipto entró nuevamente en guerra.
Su hijo Menefta (1224-1214 a.C.)
debió enfrentar la invasión de los «pueblos del mar», provenientes del norte del
Mediterráneo. Con posterioridad, varios soberanos de escaso relieve se
sucedieron en el trono y la XIX dinastía desapareció en menos de treinta años
(1186 a.C.). No obstante, el recuerdo de Ramsés II siguió fascinando a sus
sucesores. Todos trataron de imitarlo y nueve faraones llevaron su nombre. El
sol de Qadei nunca dejó de brillar.
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