La sucesión de faraones y la historia del propio Egipto
vienen indisolublemente unidas y son tan complementarias entre sí que
es imposible desconocer una de ellas y ser experto en la otra. Tanto es
así que incluso en los periodos más críticos, cuando la anarquía reinaba
en muchas zonas del país, siempre había, al menos, un faraón que
afirmaba ser el legítimo gobernante de la caótica nación en toda su
extensa totalidad…
El faraón egipcio
El sacerdote egipcio Manetón,
que vivió en la época de los primeros reyes Ptolomeos hacia el año 300
a. C. recibió la orden real de redactar una historia de Egipto. Y, dado
que actualmente se conocen los nombres de más de trescientos monarcas,
es lógico que Manetón los agrupase en linajes o dinastías, denominación
que los historiadores siguen utilizando como válida. Aunque es una gran
desgracia para la historiografía que la obra de Manetón se haya perdido,
afortunadamente quedan algunos fragmentos comentados por autores muy
posteriores a él, que nos han permitido delimitar las treinta dinastías
en las que Manetón dividió la historia de su longevo país. Desde Menes,
3100 a. C., hasta el año 2600 a. C., la monarquía pasó por momentos de
debilidad y seguía siendo cuestionada por la nobleza local. Así, no es
de extrañar que en la dinastía II los reyes perdieran notablemente el
poder y tuvieran que hacer frente a peligrosas revueltas que pusieron en
peligro la estabilidad del país. Sería sólo de 2600 a 2200 a. C. cuando
se consolida la institución y los reyes pasan a ser monarcas absolutos
con derecho divino. Es la época dorada de la monarquía egipcia, conocida
como Imperio Antiguo, aunque en realidad la denominación de imperio
solo le quepa al imperio nuevo o a lo sumo al Imperio Medio, que
acabaría de forma trágica ante la debilidad de los últimos reyes de la
dinastía VI, momento en el que una vez más la nobleza y los gobernadores
de los nomos tomaron el poder surgiendo principados independientes. Heródoto comenta: «después de la muerte de Nitocris, el país se hunde en un estado de inestabilidad, confusión y caos», iniciándose el denominado primer periodo intermedio de Egipto.
La situación tardaría más de un siglo y
medio en restablecerse, y pese a que nuevamente una dinastía de reyes
fuertes asumiría el control absoluto del país, la dinastía XII, siguió
existiendo el peligro constante de un golpe de Estado. Tanto es así que
se sabe de, al menos, un monarca asesinado, Amenemhat I,
por unos ambiciosos nobles. La ligera estabilidad del llamado Imperio
Medio estallaría de forma similar a la del Imperio Antiguo, por la
debilidad de los monarcas y el creciente poder de las clases dirigentes
locales, a las que se añadiría la llegada a Egipto de pueblos cananeos,
algunos de ellos violentos. La siguiente etapa de calma y prosperidad no
llegaría hasta el 1500 a. C., con el Imperio Nuevo, momento en el cual
llegaron al poder los faraones mejor conocidos, que impulsaron la
creación de un enorme imperio colonial en la Siria-Palestina (Canaán) y
Kush (Nubia), entrando en contacto con los otros pueblos del Oriente
Próximo. Sin embargo, también estos reyes estuvieron acosados por un
peligro que hacía tambalear sus tronos, que en este caso fue el de los sacerdotes de Amón,
que habían adquirido mucho poder. El traslado de la capitalidad al
Delta acabaría por convertir al Sumo sacerdote de Amón en rey
independiente y daría al traste con la monarquía egipcia.
Tras esta situación, Egipto no volvería a
convertirse en un gran imperio. Desde la toma del poder de los
sacerdotes de Amón hasta la llegada de una dinastía fuerte, la XXVI,
pasaron más de cuatrocientos críticos años en los que convivieron dos,
tres e incluso más faraones a un mismo tiempo, y el país fue invadido
por libios, nubios y asirios. La dinastía XXVI trató de recuperar el
esplendor del Imperio Antiguo, pero la inmediata conquista persa
desbarataría todo. Tras ello, los invasores aqueménidas, macedonios y
lágidas, estos últimos pertenecen a la llamada dinastía Ptolemaica,
trataron de adaptarse a las costumbres del país y aceptaron ser
deificados en vida. El último faraón egipcio reconocido como tal fue la
legendaria reina Cleopatra. El último rey nativo, Nectanebo II
había gobernado trescientos años antes, y los faraones ptolemaícos, de
origen extranjero, se aislaron en Alejandría y, aunque respetaron las
tradiciones ancestrales del pueblo, no tardaron en convertirlos en
semi-esclavos. Por ello, no es de extrañar que cuando Egipto pasó a
formar parte del Imperio romano, los egipcios no dieran importancia al cambio: los verdaderos faraones habían abandonado a su país mucho tiempo atrás…[1]
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