La monarquía es, junto a la religión, el principal pilar sobre el que se ha sustentado el antiguo Egipto en todos sus aspectos.
Numerosas estudiosos de la institución real en Egipto han destacado
un hecho que les ha llamado sobremanera la atención: Durante cerca de
3.000 años de evolución histórica, los egipcios nunca se vieron
sometidos a otra forma de gobierno que no fuera la monarquía.
Este hecho refleja una especial mentalidad del hombre egipcio
respecto a su concepción del papel ejercido por el faraón. De la misma
manera, durante su historia, Egipto se vio sometido a numerosas
invasiones a lo largo de los siglos. Pero siempre, los invasores han
adoptado las formas monárquicas, tomando títulos y honores de faraones.
Los soberanos persas, los reyes de reyes, añadían a su extensa
nomenclatura el título del faraón. Incluso, los racionalistas griegos se
dejaron llevar por la solemnidad de la monarquía faraónica, tomando los
Tolomeos el título real.
Podemos afrontar el origen de la monarquía egipcia desde dos
perspectivas. La resultante de la investigación histórica, que abarcaría
diversas teorías, centradas en dos aspectos. Por otra parte, todas las
teorías desarrolladas por los egipcios, a las que haremos especial
mención posteriormente.
En la actualidad, los investigadores se centran en dos ideas que
pretenden explicar el origen de la figura del faraón en la civilización
egipcia. Una primera habla de la asunción del poder por parte de un
hombre con una especial capacidad o habilidad física. Se basan estos
autores en supuestas pruebas de fuerza a la que se verían sometidos los
pretendientes al trono. Otra línea apunta a la elección de la persona
capacitada para dotar de una organización suficiente a sus conciudadanos
y realizar trabajos colectivos en beneficio de todos.
Para los antiguos egipcios, la monarquía tenía esencialmente un
origen divino. En ningún momento cabía plantearse alguna duda sobre el
carácter de la realeza. Se trata de una sociedad fuertemente impregnada
de un profundo sentimiento religioso, por lo que no se supone que
existiesen objeciones al poder divino del faraón (aunque no se viese
libre de sufrir revueltas o motines en momentos puntuales). El carácter
celestial del monarca le venía dado por ser sucesor directo de los
dioses. Para entender este aspecto, habría que tener en cuenta cuál ha
sido el desarrollo mitológico de los inicios de la historia egipcia y
cuál ha sido la evolución de ese carácter sagrado del monarca.
En el principio de Egipto como reino, fueron los propios dioses
quienes gobernaron sobre la tierra. Posteriormente, tras la unificación
del reino, el poder recayó en manos de los semshu hor, los “servidores
de Horus”. Estos serían los monarcas de las primeras dinastías, de los
momentos de dominio de los tinitas. La concepción divina del soberano
cambiaría con la evolución del tiempo, y sobre las base de los
diferentes periodos.
Desde los primeros momentos históricos, como hemos comentado, el
faraón era considerado como la reencarnación del dios Horus. Sin
embargo, sobre todo después de la época de la IV Dinastía, el rey
empieza a ser considerado como “hijos de Ra”, en relación con la
instalación de nuevos cultos. En el Imperio Medio se produce también una
transformación, ya que el soberano pasa a ser “el hijo de su padre
divino”, para llegar a ser el “representante de dios en la tierra”. De
esta manera, la divinidad del faraón pasaba a un segundo plano. Sólo
durante la revolución monoteísta de Amenofis IV, de nuevo se asumió
plenamente el carácter divino del rey, aunque la posterior restauración
de nuevo implicó la vuelta a la concepción como “representante de dios
en la tierra”.
Este carácter divino se puede vislumbrar a través de los numerosos
rituales a los que se veía sometido cualquier acto cotidiano de su vida
diaria. De esta manera, su comida era preparada como una ofrenda
entregada a un dios.
A parte de su función religiosa, el faraón debería acometer otra
serie de obligaciones. Una de ellas consistía en la defensa del país
frente a enemigos exteriores. El rey suele representarse con este papel
en numerosas muestras artísticas. Tal es el caso de los relieves en los
muros exteriores del templo de Ramsés III en Medinet Habu, donde se le
refleja victorioso sobre las fuerzas del caos. Otra de las misiones
fundamentales era asegurar la correcta administración interna del país
en todos sus aspectos. De esta manera, por ejemplo, el faraón debía
tener la capacidad para administrar la justicia de forma eficiente y
equitativa, aunque no llegó a existir la figura de un soberano
legislador, como sí ocurrió en las culturas sumerias y acadias de la
vecina Mesopotamia.
Su principal papel sin duda es el religioso. El faraón es el
intermediario entre los dioses y el pueblo, y de su buen hacer dependerá
la felicidad de todo Egipto. Los egipcios creían firmemente que a
través del monarca los poderes de los dioses se transmitían a los
hombres. Estos, a su vez, en compensación a estas gracias, deberían
ofrecer sus recursos a los poderes divinos. Por lo tanto, el faraón
tenía una obligación en este papel de nexo entre divinidad y pueblo,
obligación que se documenta en numerosas inscripciones que a partir del
Imperio Medio atestiguan que el faraón era el depositario de un deber
divino.
En una estatua tardía, que representa al rey persa Darío figurado
como un faraón, y hallada en Susa, se especifica claramente la misión
del rey: Su labor es la continuación de las actividades iniciadas por
los dioses en la tierra, es decir, mantener la actividad creadora de
toda la vida engendrada en la tierra.
Los dioses han transmitido su potencia divina al faraón, gracias a la
cual todo es beneficioso. Por ejemplo, las crecidas de El Nilo,
debidamente reguladas y aprovechadas, producen excelentes cosechas
porque la divinización del río respeta al faraón como dios. En numerosas
inscripciones jeroglíficas, el nombre y títulos del monarca aparecen
acompañados de los términos “vida, salud y fuerza”. Por eso, todas sus
decisiones son adoptadas como verdaderos dogmas de fe. Pero el faraón, a
cambio, debía realizar una serie de rituales encaminados a mantener la
gracia divina sobre su persona, ya que el monarca es considerado el
sacerdote supremo del reino.
De aquí surge toda una clase sacerdotal, ya que el rey solo no podía
hacer frente a todas las obligaciones religiosas a lo largo del país. En
otros casos, también era necesario que los templos fuesen reparados o
construidos de nuevo. Todas estas operaciones corrían a cargo del tesoro
del faraón, siendo una de sus principales misiones.
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