Todas las civilizaciones encararon el problema de la muerte de distintas formas. Pero, en el caso de los egipcios, el desarrollo del tema describe a su civilización más que cualquier otro rasgo.
No es que la respuesta egipcia a la interrogante de la
muerte fuera inmutable: según los lugares, los medios sociales
y las épocas, los egipcios reaccionaron de manera muy
distintas.
Pero, en conjunto, el desarrollo del pensamiento sobre
la muerte tuvo la coherencia necesaria como para que se pueden
esbozar un cuadro. Veamos de qué se trata.
La concepción de la muerte
Metafísicamente, los egipcios tuvieron
siempre el concepto de que el hombre vivo es un compuesto de principios
materiales e inmateriales, indispensables los unos a los otros, hasta el punto
de que no solamente el cuerpo, sino los principios espirituales mismos están
condenados a desaparecer si se quiebra la unión.
Se explica entonces la importancia de los
procedimientos de conservación del cadáver, cuyo embalsamiento
fue la forma más segura, y los ritos funerarios, tal como el de la abertura de
la boca, por el cual los principios espirituales eran devueltos al cuerpo
embalsamado.
Al morir, el sujeto era desde entonces un nuevo
Osiris, porque participaba de las ritos cuyos beneficios había
sido el dios Osiris el primero en experimentar.
El muerto disponía de nuevo de su
ba y de su ka. El
ba representaba el alma vegetativa, el principio
animador del organismo que podía viajar lejos del cuerpo en forma de un pájaro
con cabeza humana.
El ka, o el doble del cuerpo,
era como el reflejo inmaterial del individuo, el equivalente de su personalidad.
Tales concepciones fueron elaboradas por el mismo
faraón. Poco a poco se extendieron entre los que lo rodeaban,
parientes y nobles de su corte.
Para él fue imaginada una supervivencia solar: el
faraón muerto volvía a los dioses a quienes pertenecía por
naturaleza, y subiendo a bordo de la barca solar, podía eternamente bendecir a
Egipto, que había gobernado.
Pero hubo otras representaciones de la supervivencia.
Llegada desde el fondo de las edades, las idea de una supervivencia en la tumba
misma no se perdió jamás, y los egipcios designaron las tumbas
con un término muy expresivo: “moradas de eternidad”.
Con el desarrollo del ciclo de las leyendas osiríacas,
y de los ritos inspirados en el culto de Osiris (el señor del
mundo de los muertos), se atribuyó a los muertos un dominio
póstumo: el mismo reino de Osiris, subterráneo, misterioso,
donde los difuntos hallaban de nuevo todos los aspectos de la
vida terrenal, pero exentos de enfermedades y decrepitud, eternamente
refrescados por las brisas y los océanos.
Eran los campos de Ialu, el reino de
occidente, al cual los griegos denominaron más tarde Campos
Elíseos.
Con el tiempo, la postura de los egipcios ante la
muerte experimentó algunos cambios. El beneficio de los
distintos modos de supervivencia tras la muerte se extendió
poco a poco a todas las capas de la sociedad.
Se habla, a veces, de una democratización de los ritos
y las concepciones funerarias. Pero no puede pensarse que las clases más bajas
estaban incluidas en esta concepción paradisíaca ultra terrenal.
Otros cambios que fueron apareciendo fueron las
condiciones. A los paraísos que imaginaban, los egipcios le
supusieron unas condiciones de acceso. Entre las condiciones, la más esencial
era la práctica del bien en este mundo.
El acceso al mundo de los dioses, presidido primero por
Ra, y más tarde por Osiris, se determinaba
sólo al término de un juicio cuya realidad determinaron muy pronto los sabios
egipcios.
En el Imperio Nuevo se proveyó a los sarcófagos de unos
rollos que llevaban las fórmulas redentoras capaces de salvar el alma de todos
los peligros: el Libro de los Muertos.
En él, se encuentran detalladas las etapas del viaje al
más allá, las pruebas que esperan al difunto, y sobre todo el célebre
juicio durante el cual cada uno debe defenderse para alcanzar
una sentencia favorable.
El momento más conocido es el de la confesión negativa,
formada por fragmentos de las enseñanzas de los sabios, de llamamientos
teológicos y prácticas mágicas:
“No he cometido injusticias contra los hombres, no he maltratado a los animales, no he hecho daño en lugar de justicia, no he blasfemado a mi dios, no he empobrecido a un pobre, no he hecho sufrir, no he hecho llorar, no he matado, no he falseado el peso de la balanza… soy puro, puro, puro, no me sucederá daño alguno en este país, en esta sala de audiencia de la doble justicia, porque conozco el nombre de los dioses”.
Las tumbas
Para asegurar la eternidad de los
muertos, estos debían inhumarse en tumbas que
preservarían el cuerpo al mismo tiempo que se practicaban ceremonias y ritos
para asegurar la conservación del “resucitado”.
Por tanto, la arquitectura funeraria creó obras que
figuran entre las más bellas y grandiosas de la antigüedad.
Mastabas, pirámides reales, hipogeos, fueron monumentos
de los ricos, de los soberanos que buscaban la seguridad en esas imponentes
“casas de eternidad”.
Pero la tumba no albergaba exclusivamente al cadáver;
la mastaba era un monumento funerario en un lugar de culto; el
sentido de la pirámide y el hipogeo sólo
pueden comprenderse si se tiene en cuenta su relación con los templos funerarios
donde los muertos recibían las plegarias y las ofrendas
estipuladas.
A las representaciones del muerto se unía, además de un
mobiliario fúnebre que siempre había acompañado al difunto, estatuillas cuyo
nombre egipcio significaba "los sustitutos": eran pequeños
servidores de madera o arcilla a quienes la eficacia de las fórmulas mágicas
convertían en obreros, empleados, servidores reales, que permitirían al rico,
llegado al otro mundo, llevar la vida que había llevado siempre.
Porque el muerto representaba un ser nuevo: el alma se
reintegraba al cuerpo cuando los especialistas funerarios daban cumplimiento de
los ritos sobre el cadáver previamente momificado.
Fuente:
sobrehistoria
No hay comentarios:
Publicar un comentario