La más antigua de las maravillas, y, curiosamente, la única que
ha llegado hasta nosotros, es el monumental conjunto de las pirámides de Gizeh,
en Egipto. Todos hemos oído hablar de ellas y conocemos su aspecto, así como
sabemos que eran las tumbas de los faraones. Pero acerquémonos más, y
averigüemos algunos detalles interesantes.
Los egipcios iniciaron la construcción de pirámides hace
muchísimo tiempo, a lo largo de su Antiguo Imperio: ¡Las más antiguas tienen
cerca de CINCO MIL años! En efecto, la más antigua que se conoce es la pirámide
escalonada de Sakkara, tumba del faraón Djoser, que data del 2750 a. de C. El
arquitecto inventor de la pirámide fué el gran Visir, y famoso sabio, Inhotep.
Después de este primer ejemplo, los egipcios continuaron construyendo pirámides
hasta bien entrado el Imperio Medio, en que se pasó a emplear el sepulcro
subterráneo en vez de las pirámides. Sin embargo, del Antiguo Imperio nos han
quedado nada menos que ochenta de éstas, repartidas por el Bajo Egipto.
Imaginemos ahora que estamos presentes en el séquito funerario
del faraón Khufu. Una ligera embarcación nos transporta por el Nilo desde la
antigua capital, Menfis, hasta la necrópolis de sus afueras, en la vasta llanura
de Gizeh. Allí abundan las construcciones funerarias, pues es el cementerio
donde van a parar todos los habitantes de la capital, nobles o villanos. Nuestra
embarcación se detiene: en la orilla nos espera una comitiva de sacerdotes.
Detrás, espera el templo construído especialmente para nuestro faraón, donde se
le rendirá culto igual que a un dios (¿acaso no es de naturaleza divina?). Aquí
es donde el cuerpo del faraón es preparado convenientemente e introducido en el
sarcófago. Después, una comitiva trasporta a éste a lo largo de una vía
funeraria hacia su sepultura.
Ya vemos las pirámides. Su impresionante mole destaca sobre el
horizonte de la llanura, dejándonos boquiabiertos. ¡Todo eso es piedra! Bloques
de granito descomunalmente pesados, de un metro de altura, forman las filas tan
apretadamente que no es posible introducir ni un cuchillo entre ellos. Las filas
de piedras están pintadas, formando franjas de diferentes colores; la punta es
de color dorado. Todas las pirámides, absolutamente todas, tienen la misma
alineación: están orientadas al norte con total exactitud. Los lados de la
pirámide tienen una inclinación impresionante, de 51 grados, que cuando nos
acercamos más nos produce la sensación de que la pirámide "se nos cae" encima.
En los alrededores, se encuentran las pirámides menores y las
(edificaciones rectangulares de paredes inclinadas) para los altos
funcionarios.
Estamos ante la pirámide. Sus dimensiones son impresionantes:
146.59 m de altura, 230 m de ancho. Tras subir un poco por su parte lateral,
penetramos en su interior. A la fluctuante luz de las antorchas vamos
descubriendo las paredes, perfectamente lisas, como corresponde a la sepultura
de una encarnación del dios Ra. Tras depositar el sarcófago en la cámara
sepulcral, el corredor será cegado y disimulado, para evitar robos. La pirámide
contiene asimismo una falsa cámara sepulcral.
A pesar de todas estas precauciones, son pocas las tumbas
egipcias que permanecerán intactas hasta la llegada de los arqueólogos. Los
ladrones de tumbas irán saqueando con el paso del tiempo la mayoría de las
pirámides y sepulcros. Cuando el arqueólogo Flinders Petrie entre en las tumbas
reales de Abydos, unas de las más antiguas de Egipto, sólo podrá encontrar un
brazo de la momia de una reina. De las tres grandes pirámides, sólo la más
pequeña, la de Micerino, permanecerá intacta.
Una controversia famosa relacionada con las pirámides es la
relación entre el doble de la longitud de su lado y su altura: el número "pi".
¿Porqué tomarían tantas molestias los antiguos egipcios para conseguir que sus
construcciones mantuvieran una relación matemática tan precisa? Personalmente
prefiero pensar que lo hicieron porque era la forma más segura de conseguir que
la inclinación de las pirámides fuera uniforme, y de que éstas serían
perfectamente regulares. En efecto, si pensamos que probablemente se servían de
ruedas de madera para medir longitudes de forma fácil y exacta, veremos que con
una de éstas ruedas, hecha de la misma altura que los bloques de piedra, se
comprobaba la inclinación rápidamente: cada nueva hilera de piedras debía medir
media vuelta menos. De esta forma sale, automáticamente, la relación de Pi entre
el doble del lado y la altura de la pirámide. Suena lógico, ¿verdad? Pero ello
no implica necesariamente que los antiguos egipcios conocieran el número Pi;
después de todo, éste sale automáticamente debido a que se realizaron las
medidas basándose en ruedas.
Han pasado ya cerca de cinco mil años hasta nuestros días, y la
humanidad todavía no ha realizado nada semejante. La más pequeña de las tres
pirámides de Gizeh multiplica varias veces el peso de la mayor de las
construcciones modernas; y es que los aparejadores de nuestros días se las
verían y se las compondrían para enfrentarse con esos enormes bloques de piedra,
difíciles de manejar hasta para las más potentes grúas. Cuando pensamos en que
los antiguos egipcios carecían de máquinas, que movían las enormes piedras sólo
con el esfuerzo físico de cuadrillas de docenas de trabajadores, nos parece un
milagro. De hecho, ni siquiera los propios egipcios fueron capaces de superarlo:
continuarían construyendo pirámides durante siglos y siglos, sin llegar a
igualar el esplendor de las pirámides de Gizeh, que sorprendentemente, fueron de
las primeras que se construyeron.
Como corolario, citaré dos testimonios célebres: el de
Abd-ul-Latif, que dijo "Todas las cosas temen el tiempo, pero el tiempo tiene
miedo a las pirámides"; y el de Napoleón, que comandó una expedición a Egipto
cuando era Primer Cónsul, y pronunció las conocidas palabras "Desde lo alto de
estas pirámides, veinte siglos nos contemplan".
Pero aún nos queda una visita que realizar en la llanura de
Gizeh: la de la esfinge. Esta escultura, que representa a un león con rostro
humano (se cree que representa al faraón Khafra; al menos, viste sobre la cabeza
el típico klaft, manto que llevaban los faraones) es contemporánea de las
pirámides, mide 70 metros de longitud y 20 de altura. Para construirla,
aprovecharon un montículo de caliza en la llanura, que labraron y completaron
con bloques de piedra. Cuando ya contaba con mil años de edad, el faraón
Tuthmosis IV hizo esculpir entre sus patas una escena representando un sueño, en
el cual la esfinge le daba el trono en recompensa por haberla salvado de morir
sepultada bajo la arena del desierto. Otros mil y pico años más tarde, en la
época romana, se excavó un santuario en el seno de la esfinge. Y cuando la
esfinge ya superaba los cuatro mil años, estas modificaciones posteriores
pasaron a ser destructivas en vez de constructivas: los iconoclastas primero, y
los mamelucos después, mutilaron el monumento, dañando sus ojos y arrancándole
su nariz. Vemos aquí un primer ejemplo, aunque desgraciadamente no el último,
que demuestra que entre las capacidades del hombre se encuentra no sólo el
construir maravillas, sino también el destruirlas.
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