Recién coronados, los reyes dioses de
Egipto se ocupaban de un asunto de enorme trascendencia: la construcción
de su propia tumba, que debía garantizar su existencia eterna en el Más
Allá.
Las costumbres funerarias de los antiguos
egipcios experimentaron importantes cambios a lo largo de la historia.
Si en el Imperio Antiguo surgieron las pirámides como tumbas colosales
para los faraones, los continuados saqueos hicieron ver la conveniencia
de un método de enterramiento menos expuesto. Fue en el Imperio Nuevo
cuando se desarrollaron las tumbas hipogeas, es decir, excavadas bajo
tierra. El lugar que se convirtió en gran centro funerario de las
sucesivas dinastías faraónicas se encontraba en el alto Egipo, en las
proximidades de Tebas. El Valle de los Reyes, según la denominación
acuñada por los arqueólogos, alberga seseinta y dos tumbas, veintiséis
de ellas pertenecientes a reyes. La más antigua corresponde a Tutmosis
I, de la dinastía XVIII, muerto hacia 1494 a.C.
Cada una de las tumbas tiene características propias, pero todas ellas se articulan en función de un significado simbólico común. En efecto, las sepulturas se componían de una sucesión de corredores y salas que descendían cada vez más profundamente hasta la estancia en la que se depositaba el sarcófago con el cuerpo momificado del emperador fallecido. El trayecto a través de estas salas evocaba el viaje que hacía el dios solar Re cada noche, en el que debía enfrentarse a diversos peligros antes de renacer para iluminar de nuevo al mundo. La riquísima decoración mural de las tumbas reales evocaba profusamente esta historia, a la que se equiparaba el destino de los mismos faraones como figuras divinizadas. Las imágenes pictóricas y escultóricas proceden de los libros sagrados de la religión egipcia, como el Libro de los muertos o el Libro de las Puertas. Otros dioses comparecían igualmente para recibir al faraón en su viaje a la eternidad: Osiris, dios de la muerte y del renacimiento; su esposa Isis, madre simbólica del faraón; Horus, protector del soberano; o Hathor, guardiana de la montaña de Tebas, «Señora de Occidente» y como tal protectora del difunto. La maestría artísticase conjuga así con un profundo significado simbólico que aumenta aún más el atractivo de estos extraordinarios monumentos.
Cada una de las tumbas tiene características propias, pero todas ellas se articulan en función de un significado simbólico común. En efecto, las sepulturas se componían de una sucesión de corredores y salas que descendían cada vez más profundamente hasta la estancia en la que se depositaba el sarcófago con el cuerpo momificado del emperador fallecido. El trayecto a través de estas salas evocaba el viaje que hacía el dios solar Re cada noche, en el que debía enfrentarse a diversos peligros antes de renacer para iluminar de nuevo al mundo. La riquísima decoración mural de las tumbas reales evocaba profusamente esta historia, a la que se equiparaba el destino de los mismos faraones como figuras divinizadas. Las imágenes pictóricas y escultóricas proceden de los libros sagrados de la religión egipcia, como el Libro de los muertos o el Libro de las Puertas. Otros dioses comparecían igualmente para recibir al faraón en su viaje a la eternidad: Osiris, dios de la muerte y del renacimiento; su esposa Isis, madre simbólica del faraón; Horus, protector del soberano; o Hathor, guardiana de la montaña de Tebas, «Señora de Occidente» y como tal protectora del difunto. La maestría artísticase conjuga así con un profundo significado simbólico que aumenta aún más el atractivo de estos extraordinarios monumentos.
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