Se halla escondido en una ruidosa y contaminada avenida de Jartum, la
capital de Sudán. Visto desde el exterior, el Museo Nacional parece más
bien un antiguo bloque de viviendas de protección oficial, descolorido y
polvoriento. Pero en cuanto se franquea el umbral, un pasillo conduce a
una estancia con riquezas inesperadas, un bloque de piedra con
jeroglíficos grabados y algunas cerámicas que esperan ser
redescubiertas. En el ala posterior del edificio se expone lo más
significativo de los tesoros arqueológicos del país, tesoros que
pertenecieron a los «faraones negros». Y son ellos, precisamente,
quienes me han traído hasta aquí. Aquellos reyes de Nubia (región que
comprende el extremo meridional de Egipto y la parte septentrional del
actual Sudán), también llamados reyes del país de Kush, lograron en el
siglo VIII a.C. destronar a los poderosos faraones egipcios, fundando la
XXV dinastía, antes de caer en un cierto olvido propiciado tal vez por
la inaccesibilidad de Sudán, el país más extenso de África. Un país más
conocido sin duda por su férreo régimen islámico y por el sangriento
conflicto que asola la región de Darfur que por sus pirámides. Mientras
que, al otro lado de la frontera, Egipto exhibe el resultado de más de
dos siglos de excavaciones, la historia sudanesa apenas se conoce a
grandes rasgos.Lea el artículo completo en la revista
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