sábado, 28 de enero de 2012

Zona ciencia

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Todas las civilizaciones encararon el problema de la muerte de distintas formas. Pero, en el caso de los egipcios, el desarrollo del tema describe a su civilización más que cualquier otro rasgo.


No es que la respuesta egipcia a la interrogante de la muerte fuera inmutable: según los lugares, los medios sociales y las épocas, los egipcios reaccionaron de manera muy distintas.


Pero, en conjunto, el desarrollo del pensamiento sobre la muerte tuvo la coherencia necesaria como para que se pueden esbozar un cuadro. Veamos de qué se trata.


La concepción de la muerte



Metafísicamente, los egipcios tuvieron siempre el concepto de que el hombre vivo es un compuesto de principios materiales e inmateriales, indispensables los unos a los otros, hasta el punto de que no solamente el cuerpo, sino los principios espirituales mismos están condenados a desaparecer si se quiebra la unión.


Se explica entonces la importancia de los procedimientos de conservación del cadáver, cuyo embalsamiento fue la forma más segura, y los ritos funerarios, tal como el de la abertura de la boca, por el cual los principios espirituales eran devueltos al cuerpo embalsamado.


Al morir, el sujeto era desde entonces un nuevo Osiris, porque participaba de las ritos cuyos beneficios había sido el dios Osiris el primero en experimentar.


El muerto disponía de nuevo de su ba y de su ka. El ba representaba el alma vegetativa, el principio animador del organismo que podía viajar lejos del cuerpo en forma de un pájaro con cabeza humana.



El ka, o el doble del cuerpo, era como el reflejo inmaterial del individuo, el equivalente de su personalidad.


Tales concepciones fueron elaboradas por el mismo faraón. Poco a poco se extendieron entre los que lo rodeaban, parientes y nobles de su corte.


Para él fue imaginada una supervivencia solar: el faraón muerto volvía a los dioses a quienes pertenecía por naturaleza, y subiendo a bordo de la barca solar, podía eternamente bendecir a Egipto, que había gobernado.


Pero hubo otras representaciones de la supervivencia. Llegada desde el fondo de las edades, las idea de una supervivencia en la tumba misma no se perdió jamás, y los egipcios designaron las tumbas con un término muy expresivo: “moradas de eternidad”.


Con el desarrollo del ciclo de las leyendas osiríacas, y de los ritos inspirados en el culto de Osiris (el señor del mundo de los muertos), se atribuyó a los muertos un dominio póstumo: el mismo reino de Osiris, subterráneo, misterioso, donde los difuntos hallaban de nuevo todos los aspectos de la vida terrenal, pero exentos de enfermedades y decrepitud, eternamente refrescados por las brisas y los océanos.


Eran los campos de Ialu, el reino de occidente, al cual los griegos denominaron más tarde Campos Elíseos.



Con el tiempo, la postura de los egipcios ante la muerte experimentó algunos cambios. El beneficio de los distintos modos de supervivencia tras la muerte se extendió poco a poco a todas las capas de la sociedad.


Se habla, a veces, de una democratización de los ritos y las concepciones funerarias. Pero no puede pensarse que las clases más bajas estaban incluidas en esta concepción paradisíaca ultra terrenal.


Otros cambios que fueron apareciendo fueron las condiciones. A los paraísos que imaginaban, los egipcios le supusieron unas condiciones de acceso. Entre las condiciones, la más esencial era la práctica del bien en este mundo.


El acceso al mundo de los dioses, presidido primero por Ra, y más tarde por Osiris, se determinaba sólo al término de un juicio cuya realidad determinaron muy pronto los sabios egipcios.


En el Imperio Nuevo se proveyó a los sarcófagos de unos rollos que llevaban las fórmulas redentoras capaces de salvar el alma de todos los peligros: el Libro de los Muertos.



En él, se encuentran detalladas las etapas del viaje al más allá, las pruebas que esperan al difunto, y sobre todo el célebre juicio durante el cual cada uno debe defenderse para alcanzar una sentencia favorable.


El momento más conocido es el de la confesión negativa, formada por fragmentos de las enseñanzas de los sabios, de llamamientos teológicos y prácticas mágicas:

“No he cometido injusticias contra los hombres, no he maltratado a los animales, no he hecho daño en lugar de justicia, no he blasfemado a mi dios, no he empobrecido a un pobre, no he hecho sufrir, no he hecho llorar, no he matado, no he falseado el peso de la balanza… soy puro, puro, puro, no me sucederá daño alguno en este país, en esta sala de audiencia de la doble justicia, porque conozco el nombre de los dioses”.

Las tumbas



Para asegurar la eternidad de los muertos, estos debían inhumarse en tumbas que preservarían el cuerpo al mismo tiempo que se practicaban ceremonias y ritos para asegurar la conservación del “resucitado”.



Por tanto, la arquitectura funeraria creó obras que figuran entre las más bellas y grandiosas de la antigüedad.


Mastabas, pirámides reales, hipogeos, fueron monumentos de los ricos, de los soberanos que buscaban la seguridad en esas imponentes “casas de eternidad”.


Pero la tumba no albergaba exclusivamente al cadáver; la mastaba era un monumento funerario en un lugar de culto; el sentido de la pirámide y el hipogeo sólo pueden comprenderse si se tiene en cuenta su relación con los templos funerarios donde los muertos recibían las plegarias y las ofrendas estipuladas.



A las representaciones del muerto se unía, además de un mobiliario fúnebre que siempre había acompañado al difunto, estatuillas cuyo nombre egipcio significaba "los sustitutos": eran pequeños servidores de madera o arcilla a quienes la eficacia de las fórmulas mágicas convertían en obreros, empleados, servidores reales, que permitirían al rico, llegado al otro mundo, llevar la vida que había llevado siempre.


Porque el muerto representaba un ser nuevo: el alma se reintegraba al cuerpo cuando los especialistas funerarios daban cumplimiento de los ritos sobre el cadáver previamente momificado.



Fuente: sobrehistoria




 

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